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viernes, 23 de noviembre de 2012

Derrida, Jacques (2)



Recientemente, Jacques Derrida ha añadido otra orla a su obra con un libro sobre Marx. Su filosofía deconstructora, afirma, no ha sido nunca antimarxista en ningún sentido sencillo. De modo que muchos están ahora expectantes, quizá sin razón, para ver si existe verdaderamente un elemento político en la gramatología de Derrida.
Hijo de una familia de judíos argelinos, Jacques Derrida nació el 15 de julio de 1930 en El-Biar, Argelia y llegó a Francia en 1959. Educado en la École Normale Supérieure (rue d'Ulm) de París, Derrida empezó a captar la atención del público general a finales de 1965, cuando publicó dos largas reseñas de libros sobre la historia y la naturaleza de la escritura, en la revista parisina Critique (1). Estos textos formaron la base del libro más importante y, tal vez, más conocido de Derrida, De la gramatología.
Varias tendencias importantes constituyen la base de la aproximación de Derrida a la filosofía y, más en concreto, a la tradición occidental de pensamiento. Se trata, en primer lugar, de una preocupación por reflejar y socavar la dependencia de dicha tradición respecto a la lógica de la identidad. La lógica de la identidad deriva especialmente de Aristóteles y, en palabras de Bertrand Russell, comprende los siguientes rasgos esenciales:
1.     La ley de la identidad: «Lo que es, es.»
2.     La ley de la contradicción:«Nada puede ser y, al mismo tiempo, no ser.»
3.     La ley del medio excluido:«Todo debe ser o no ser» (2).

   Estas «leyes» del pensamiento no sólo presuponen una coherencia lógica, sino que aluden a algo igualmente profundo y característico de esa tradición, el hecho de que existe una realidad esencial –un origen– al que se refieren dichas leyes. Para mantener la coherencia lógica, este origen debe ser «sencillo» (es decir, libre de contradicciones), homogéneo (de la misma sustancia, del mismo orden), idéntico o presente ante sí mismo, (es decir, separado y distinto de toda mediación, consciente de sí mismo sin ningún vacío entre el origen y la conciencia). Claramente, dichas «leyes» implican la exclusión de ciertas características, a saber: complejidad, mediación y diferencia; es decir, rasgos que invocan «impureza» o complejidad. Este proceso de exclusión ocurre en un plano general, metafísico, en el que, además, llega a establecerse todo un sistema de conceptos (sensato-inteligible; ideal-real; interno-externo; ficción-realidad; naturaleza-cultura; habla-escritura; actividad-pasividad, etc.) que rige la actuación del pensamiento en Occidente.
   A través del método llamado «deconstrucción», Derrida ha iniciado una investigación fundamental sobre el carácter de la tradición metafísica occidental y su base en la ley de identidad. A simple vista, los resultados de dicha investigación parecen revelar una tradición llena de paradojas y aporías lógicas como la siguiente, de la filosofía de Rousseau.
   Rousseau afirma en cierto momento que sólo debería escucharse la voz de la naturaleza. Esta naturaleza es idéntica a sí misma, una plenitud a la que no puede añadirse ni sustraerse nada. Pero nos llama también la atención sobre el hecho de que la naturaleza, a veces, tiene carencias, como cuando una madre no puede producir suficiente leche para el niño que amamanta. Esas carencias pasan a juzgarse como algo corriente en la naturaleza, si no una de sus características más significativas. De modo que, a juicio de Rousseau, la naturaleza autosuficiente también tiene carencias, nos dice Derrida (3). La carencia pone en peligro esa autosuficiencia, es decir, la identidad o, como prefiere Derrida, la autopresencia de la naturaleza. Ésta sólo puede preservar su autosuficiencia si se cubre esa carencia. Sin embargo, de acuerdo con la lógica de la identidad, si la naturaleza requiere un complemento no puede ser autosuficiente (idéntica a sí misma); porque la autosuficiencia y la carencia son opuestas; la base de una identidad puede consistir en una u otra, pero no ambas, si se quiere evitar la contradicción. Este ejemplo no es una excepción. La impureza de esta identidad o la destrucción de la autopresencia son realmente inevitables. Porque, en términos más generales, cualquier origen aparentemente «sencillo» tiene, como condición de posibilidad, un no origen. Los seres humanos necesitan la mediación de la conciencia, o el espejo del lenguaje, para conocerse a sí mismos y conocer el mundo; pero esa mediación del espejo (esas impurezas) tienen que quedar excluidas del proceso de conocimiento; lo hacen posible, pero no están incluidas en el proceso. O, si lo están, como en la filosofía de los fenomenólogos, pasan a equivaler, también ellas (conciencia, subjetividad, lenguaje), a una especie de presencia idéntica a sí misma.
   El proceso de «deconstrucción» que investiga los fundamentos del pensamiento occidental no lo hace en la esperanza de poder eliminar estas paradojas o contradicciones; tampoco pretende ser capaz de escapar a las exigencias de la tradición y crear un sistema por sí solo. Lo que hace es reconocer que se ve obligado a utilizar los mismos conceptos que considera insostenibles en relación con los rasgos que se les atribuyen. Es decir, también este proceso debe mantener (al menos, provisionalmente) dichas pretensiones.
   El propósito de la deconstrucción no es sólo demostrar que, desde el punto de vista filosófico, se ve que las «leyes» del pensamiento tienen carencias. Más bien, la tendencia que se observa en la obra de Derrida es la preocupación por producir efectos, abrir el campo filosófico para que pueda seguir siendo el terreno de la creatividad y la invención. La noción de diferencia, o différance, nos lleva quizá a la segunda tendencia más visible en su trabajo, estrechamente unida al deseo de conservar la creatividad de la filosofía.
   Différance es un término que Derrida acuñó en 1968, tras sus investigaciones sobre la teoría del lenguaje de Saussure y los estructuralistas. Aunque Saussure se había esforzado para demostrar que el lenguaje, en su forma más general, podía entenderse como un sistema de diferencias, «sin términos positivos», Derrida advirtió que ni los estructuralistas más recientes ni el propio Saussure habían valorado plenamente las repercusiones de esta idea. La diferencia sin términos positivos significa que esa dimensión del lenguaje debe pasar siempre inadvertida, porque, en términos estrictos, no puede conceptualizarse. Con Derrida, la diferencia se convierte en el prototipo de lo que está aún fuera del alcance del pensamiento metafísico occidental, por la condición de posibilidad de éste. Desde luego, en la vida diaria la gente habla enseguida de diferencia y diferencias. Decimos, por ejemplo, que «x» (que posee una cualidad específica) es diferente de «y» (que tiene otra cualidad específica), y normalmente queremos decir que es posible enumerar las cualidades que constituyen esa diferencia. Sin embargo, esto es atribuirle términos positivos –suponer que puede tener forma de fenómeno–, de modo que no puede ser la diferencia anunciada por Saussure, que no puede conceptualizarse. Así aparece la primera razón para el neologismo de Derrida: quiere distinguir la diferencia conceptualizable del sentido común de una diferencia que no recae en el orden de lo mismo para recibir una identidad mediante un concepto. La diferencia no es una identidad; tampoco lo es la diferencia entre dos identidades. La diferencia es la diferencia diferida (en francés, el verbo différer, como «diferir» en español, significa «diferenciarse» y «aplazar»). La différance nos advierte sobre una serie de términos muy importantes en la obra de Derrida y cuya estructura es inexorablemente doble: fármaco (tanto veneno como antídoto), suplemento (excedente y añadido necesario), himen (al mismo tiempo dentro y fuera).
Otra justificación del neologismo de Derrida procede también de la teoría del lenguaje de Saussure. La escritura, había dicho éste, es secundaria respecto al habla utilizada por los miembros de la comunidad lingüística. Para Saussure, la escritura es incluso una deformación del lenguaje en el sentido de que se considera (a través de la gramática) que es su representación auténtica cuando, en realidad, la esencia del lenguaje sólo está contenida, afirma Saussure, en el habla viva, que cambia sin cesar. Derrida examina esta distinción. Como ocurre con la diferencia, observa que tanto Saussure como los estructuralistas (cfr.  Lévi-Strauss) trabajan con un concepto coloquial de la escritura, que intenta eliminar todas las complejidades. Se supone que la escritura es puramente gráfica, quizá una ayuda para la memoria, pero secundaria respecto al habla; se considera esencialmente fonética y, por tanto, representa los sonidos del lenguaje. En cuanto al habla, se supone que está más próximo al pensamiento y, por tanto, a las emociones, ideas e intenciones del hablante. De modo que el habla, primaria y más original, contrasta con el carácter secundario y representativo de la escritura. Derrida, el gramatólogo (teórico de la escritura), pretende demostrar que esta distinción es insostenible. El propio término différance, por ejemplo, posee un elemento claramente gráfico que no puede detectarse en la voz. Además, la afirmación de que la escritura fonética es totalmente fonética, o que el habla es totalmente auditiva, se hace sospechosa en cuanto se advierten el carácter exclusivamente gráfico de la puntuación y los silencios (espacios) del habla, irrepresentables.
De una u otra forma, el conjunto de la oeuvre de Derrida es una exploración sobre el carácter de la escritura, en su sentido más amplio, como différance. En la medida en que la escritura incluye siempre elementos pictográficos, ideográficos y fonéticos, no es idéntica a sí misma. Por tanto, la escritura siempre es impura y desafía la noción de identidad e incluso la del origen «sencillo». No está completamente presente ni ausente, sino que es la huella derivada de su propia borradura en el camino hacia la transparencia. Aún más, la escritura es, en cierto sentido, más «original» que las formas de fenómeno que presuntamente evoca. La escritura como huella, marca, grafema, se convierte en requisito previo de todas las formas fenomenológicas. Éste es el sentido implícito en el capítulo de De la gramatología titulado «El fin del libro y el principio de la escritura». Dicho capítulo muestra que la escritura, en el sentido más estricto, es virtual, sin carácter de fenómeno; no es lo que se produce, sino lo que permite la producción. Evoca todo el campo de la cibernética, la matemática teórica y la teoría de la información (4).
En sus meditaciones sobre temas de la literatura, el arte y el psicoanálisis, así como de la historia de la filosofía, parte de la estrategia de Derrida consiste en hacer visible la «impureza» de la escritura (y cualquier identidad). Es decir, Derrida muestra con frecuencia lo que está intentando confirmar, desde un punto de vista filosófico, mediante el uso de estrategias retóricas, gráficas y poéticas (como, por ejemplo, en Glas o La carte postale: De Socrate à Freud et au-delà), con el fin de que el lector advierta lo difuso de los límites entre disciplinas (como la filosofía y la literatura) y materias (como ocurre con la escritura y la filosofía o con la autobiografía). En la primera presentación extensa de la différance en la Sorbona, en 1968, un oyente astuto observó, aunque lamentándolo, que «en su obra, la expresión es tan importante que la atención del oyente está constantemente dividida y dirigida, por un lado, a su forma de hablar, y, por otro, a lo que quiere decir».
Derrida respondió: «Intento situarme en un punto concreto en el que... el objeto significado no pueda ya separarse fácilmente del significante» (5).
La demostración de que es imposible separar, en rigor, la dimensión poética y retórica del texto (el plano del significante) del «contenido», mensaje o sentido (el plano del significado) es el paso más necesario, aunque más controvertido, en toda la empresa de Derrida. Aunque un número significativo de críticos literarios norteamericanos parecen haber quedado seducidos por esta estrategia, hay que preguntarse hasta qué punto ésta puede estar bajo el dominio (consciente) del filósofo. Si los límites de disciplinas y géneros son factores convencionales con historias muy concretas –es decir, si sólo se establecen basándose en una especie de confianza–, es posible subvertirlos. Pero lo que se subvierte es, en realidad, un principio operativo relativamente frágil, no una verdad esencial y arraigada. Con los trabajos de Laclau (cuyo inspirador es Derrida) sobre teoría política, es exactamente esta fragilidad de la identidad la que parece dar nuevo impulso a la política. Dado que las identidades son elaboraciones y no esenciales, son inevitablemente frágiles, pero no por ello menos importantes.
Desde otra perspectiva, la obra de Derrida inicia una nueva creatividad, un sentido en el que el interés por la escritura como gramatología tiene efectos prácticos. Aquí recordemos que Derrida demuestra que los principios eternos y metafísicos poseen una base muy frágil y, en definitiva, ambigua. Lo que es correcto y «propio» (como el nombre propio), porque tiene una identidad fija, acaba produciendo una deconstrucción de lo «propio» (por ejemplo, un nombre no se refiere sólo a una persona u objeto simple, «real» o fenomenológico; tiene también una dimensión retórica que las bromas dejan a la luz). Cuando se demuestra que un nombre propio es «im»propio, surge la escritura tal como la entiende Derrida. El nombre del poeta francés F. Ponge [que, en un famoso ensayo, Derrida convierte en éponge (esponja)], ofrece una fuente admirable de escritura filosófica creativa y crítica. En inglés, no hay más que pensar en Words-worth o en el joy de Joyce para dar pie a toda una serie de asociaciones «impropias». Mediante juegos de palabras, anagramas, etimologías o distintos rasgos diacríticos (el «joy» de Joyce), un nombre propio puede conectarse con uno o más sistemas diferentes de conceptos, ideas o palabras (incluyendo las de otras lenguas). Derrida ha asociado también el nombre propio a distintas series de imágenes y sonidos, por lo que, desde cierto punto de vista, el texto de referencia parece tener una relación muy tangencial con el texto crítico (véase el tratamiento que hace de la obra de Jean Genet en Glas; o el ensayo Signéponge, «sobre» la obra de Francis Ponge). En realidad, mientras que el crítico literario tradicional podría tender a la búsqueda de la verdad (semántica, poética o ideológica) del texto literario escrito por otro, y después adoptar un papel respetuoso y secundario ante la «primacía» de dicho texto, Derrida convierte ese texto «primario», en una fuente de nueva inspiración y creatividad. Ahora el crítico y lector no se limita ya a interpretar (cosa que, de todas formas, no era nunca exactamente así), sino que se convierte en autor por derecho propio.
Una vez más, aunque el sentido común tiende a suponer que la iterabilidad es una cualidad más o menos accidental del lenguaje, de modo que las palabras, expresiones, oraciones, etc., pueden repetirse en diferentes contextos, esa es precisamente la cualidad que, a juicio de Derrida, separa de forma irrevocable el plano del significante y el plano del significado. Por tanto, si el significado se relaciona con el contexto, no existe, con respecto a la estructura del lenguaje, ningún contexto adecuado que ofrezca prueba de un significado definitivo. El contexto no está vinculado, como ha explicado Jonathan Culler. El debate entre Derrida y el filósofo norteamericano John R. Searl, sobre la teoría de los «performativos» de J. L. Austin, gira precisamente en torno a esta cuestión. Austin intentaba hacer que un performativo oportuno (hacer mediante la palabra, como cuando se hace una promesa) dependa de su realización en un contexto adecuado y por parte de la persona adecuada, pero el performativo inoportuno –como cuando alguien dice «sí, quiero» fuera de la ceremonia del matrimonio, o cuando una persona que no corresponde abre una reunión– no puede eliminarse del lenguaje. La razón es, como advierte Derrida, que el carácter inoportuno está imbricado en la propia estructura del performativo: la cualidad de iterabilidad significa que cualquiera puede apoderarse del lenguaje –incluidas las firmas– en cualquier momento. La iterabilidad, pues, implica la posibilidad de falsificación de las firmas.
En resumen, el empeño filosófico de Derrida pretende deconstruir viejos lemas omnipresentes, tal como aparecen tanto en el trabajo académico como en el lenguaje de la vida cotidiana. El lenguaje diario no es neutral; incluye los presupuestos y las hipótesis culturales de toda una tradición. Al mismo tiempo, la reelaboración crítica de la base filosófica de dicha tradición produce, quizá de manera inesperada, un nuevo énfasis en la autonomía y creatividad individuales del investigador, filósofo y lector. Quizá este elemento de la gramatología, antipopulista pero antiplatónico, sea la principal contribución de Derrida al pensamiento de la posguerra.
Falleció en París el 8 de octubre de 2004.


NOTAS

1.     Véase Jacques Derrida, «De la grammatologie (I)», Critique, 223 (diciembre de 1965), págs. 1016-1042; y «De la grammatologie (II)., Critique, 224 (enero de 1966), págs. 23-53.
2.     Bertrand Russell, The Problems of Philosophy, Londres, Nueva York, Oxford University Press, reimpr. 1973, pág. 40. (Trad. esp.: Los problemas de la filosofía, Barcelona, Labor, 1991.)
3.     Jacques Derrida, Of Grammatology, trad. de Gayatri Chakravorty Spivak, Baltimore y Londres, Johns Hopkins University Press, 1976, pág. 145.
4.     Ibíd., pág. 9.
5.     David Wood y Robert Bernasconi (eds.), Derrida and «Différance», Evanston, Northwestern University Press, 1988, pág. 88.


PRINCIPALES OBRAS DE DERRIDA

La voz y el fenómeno (1967), Valencia, Pre-textos, 1983.
De la gramatología (1967), Buenos Aires, Siglo XXI, 1971.
La escritura y la diferencia (1967), Barcelona, Anthropos, 1989.
Posiciones (1972), Valencia, Pre-textos, 1977.
La diseminación (1972), Madrid, Fundarnentos, 1975.
Márgenes de la filosofía (1972), Madrid, Cátedra, 1989.
Glas, París, Galilée, 1974.
La verité en peinture, París, Flammarion, 1978.
Espolones: los estilos de Nietzsche (1978), Valencia, Pre-textos, 1981.
La Carte postale. De Socrate à Freud et au-delà, París, Flammarion, 1980.
Signéponge = Signsponge (en inglés y francés), trad. de Rochard Rand, Nueva York, Columbia University Press, 1984.
La filosofía como institución, Barcelona, Granica, 1984.
Psyché: inventions de l'autre, París, Galilée, 1987.
«Some statements and truisms...», en David Carroll (ed.), The States of Theory, Nueva York, Columbia University Press, 1989.
Del espíritu: Heidegger y la pregunta, Valencia, Pre-textos, 1989.
El otro cabo (1991), Barcelona, Serbal, 1992.
Spectres de Marx. L'État de la dette, le travail du deuil et la nouvelle internationale, París, Galilée, 1993.
La deconstrucción en las fronteras de la filosofía, Barcelona, Paidós, 1993.


OTRAS LECTURAS

BENNINGTON, Geoffrey (con Jacques Derrida), Jacques Derrida, Madrid, Cátedra, 1994.

GASCHÉ, Rodolphe, Tain of the Mirror: Derrida and the Philosophy of Reflection, Cambridge, Mass., Harvard University Press, 1986.

NORRIS, Christopher, Derrida, Londres, Fontana, 1987.

ULMER, Gregory, Applied Grammatology Post(e)-Pedagogy from Jacques Derrida to Joseph Beuys, Baltimore y Londres, Johns Hopkins University Press, 1985.

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